lunes, 24 de octubre de 2011

"Eres una vez"

Eres una vez
Eres una vez; decía la frase transformada en escultura modernista, casi ilegible, entre recovecos de hierro forjado al entrar al despacho de Héctor, un amigo arquitecto. Me la puedo quedar? – le dije-. La escultura?  -No, la frase. Ah, sí, quédatela, igual no es mía – me dijo generoso…, y me la guardé en la memoria dándole más vueltas de las que ya tenía, retorciendo aquella idea que en tres palabras y sin mucha ciencia, cambiaba la forma en que comenzaron los cuentos de niños y debían comenzar las historias de grandes.
Atrás quedó descolorido y con letras grandes el “erase una vez” de los cuentos, con todas sus brujas que, una a una y escoba en mano salieron volando a no sé qué recóndito lugar. No hubo momento para despedirnos de los enanos, ni de las hadas, ni para averiguar a dónde se exiliaron los dragones con todo su fuego. La  niñez se escurrió entre los días, desapercibida, como una brisa cualquiera y los años, mezquinos y engañosos nos aplastaron la memoria y el tiempo. La vida cambió  rápidamente en medida que creímos habernos hecho grandes; llegaron los ardores del cuerpo, las pasiones del alma y el ajetreo de los días nos devoró como una hoguera las horas y el sueño…. Inmortalizamos los anhelos apilados en papel, vuelta pa arriba, vuelta pa abajo, creímos que la vida era “estirable” para que las acciones que antes eran verbos, se convirtieran en el  futuro prometido que nadie nunca nos prometió. Lo dejamos todo porque vendría mañana y ya mañana habría tiempo, mañana, mañana…. Y entonces un día, al anochecer finalmente pusimos el punto y aparte porque creímos que mañana era el día correcto y justamente ese día, era el último de los días. Entonces volví a pensar, “eres una vez”..porque solo eso eres, por más que quieras… una vida, un momento, una vez.

martes, 13 de septiembre de 2011

El amor….. es la clave
En la calle, allí donde caminan de la mano lo profano y lo sagrado, allí donde  pasean  corazones  entre recovecos y callejuelas, en medio de circunvoluciones grises tan urbanas como humanas, allí al igual que en la vida, hay sorpresas,  hay preguntas, ideas, amores enfrascados en pensamientos, suspiros que se evaporan con el sol de la tarde, música que corta el extraño silencio del ruido, allí también  hay poesía escrita por eruditos casuales que engalanan paredes de nada con versos hermosos, allí, si lees con atención, también hay respuestas.
Ayer, mientras casi reptaba por debajo de uno de esos a mi parecer agobiantes y eternos pasillos subterráneos más parecidos a vísceras huecas que a túneles de tren, fui leyendo. Me entró la curiosidad de saber qué escribía la gente cuando le daba rienda suelta a la necesidad de compartir públicamente los sentimientos. Leí mensajes de despecho, encontré el usual erotismo adolescente, leí de amores no correspondidos, habían nombres de amantes, nombres de olvidados, recuerdos, tal vez y entre otras, también había frases inteligentes de libertad y democracia pero por encima de todas ellas, una escrita en letras color rojo escarlata me llamó poderosamente la atención; tenía buena caligrafía y estaba escrita en dos tractos,  por el(la) mismo(a) autor(a). En el primero rezaba: “El amor” y tres o cuatro  metros más adelante, la misma mano, la misma letra del mismo rojo escarlata escribió: “es la clave”. Entonces todo cobró sentido, o entonces fui yo quien le  encontró sentido a todo aquel collage de ilusiones mal logradas; de fondo, una inútil pared color blanco moribundo e inmortalizadas sobre ella, como frases grabadas en un mausoleo, mil maneras de amor escrito en toda la pluralidad de sus formas y sobre todo aquello, una única y simple respuesta resaltando en ese rojo vivo, como el lapicero de la profe que escribe la respuesta correcta encima del error: El amor es la clave.

viernes, 5 de agosto de 2011

El capricho de vivir
Tengo un “paciente” a quien, según la nomenclatura moderna debería llamarle “cliente” pero prefiero llamarle amigo, sin comas ni formalismos porque Manuel, a sus  ochenta y largos años, débiles y gastados, ya no entiende de cosas modernas, ni sabe que está enfermo, ni revisa cuentas de bancos. Manuel solo sabe que está viejo y me atrevo a pensar que está cansado, cansado de estar viejo. Me lo han dicho sus ojos, unos ojos pequeños que hablan bajo y cuentan despacio. Los mismos que han visto al sol ir y venir tantas veces que ya les da lo mismo que un día no regrese. Manuel no sufre de nada y padece de todo pero está enfermo de vida, que es mas caprichosa y letal que la misma muerte, y  lo está matando a sus antojos, lenta e inútilmente porque en eso consiste morir para un adicto a la vida. Cuando lo miro entiendo y me asusta pensar que la vida un día se encapriche conmigo o yo con ella y entonces no me pueda ir a tiempo, a mi tiempo, y me engorde de años y me emborrache de vida y luego no quiera llevarme la muerte  donde emigran las almas.

miércoles, 3 de agosto de 2011

FILAMENTOS DEL TIEMPO
Hoy desperté con  el email de una mujer que en pocas líneas comentó maravillosamente el segundo de mis artículos.  Se llama Ana Dávila y en lo que me escribe, me habló de su América y también me recordó la mía.  Me habló de una América sin trenes, donde “la felicidad se pasea alto” entre “peatones del tercer mundo”, un lugar donde las sonrisas aún son ingenuas y las miradas no se esquivan. Ella mira volar esa felicidad “dibujada en el pico del tucán”.
Hoy me fui con Ana treinta años atrás, me zambullí entre sus líneas y me pasee entre aquellos recuerdos en sepia que por valiosos, no se guardan en la memoria sino que se inmortalizan en el alma.   Recordé con nostalgia, con la misma nostalgia con que se recuerda  a quienes partieron,   a  los grandes amores, los filamentos del tiempo con los que comenzamos a hilvanar la vida… momentos que se clavaron en la piel y cicatrizaron en los huesos. Recordé con anhelo, por lo poco que duró todo aquello;  grande pero  efímero como la vida misma.
No sé de qué parte de América me escribe Ana pero no ha de ser muy distinta ni estar muy lejos de la mía; un trocito de tierra  bañado por agua cristalina donde todo lo que  en ella crece tiene magia, colores vivos y aromas fuertes y se llama Costa Rica.
Entonces recordé mi niñez, la casa de mis padres; una propiedad grande colmada de árboles frutales de todo tipo desde donde tantas veces quedé atorado en lo alto de sus ramas, o desde donde lloré a lágrima viva porque contra las advertencias y  por el mero placer de hacer lo prohibido, me comía las guayabas sin lavarlas, con todo y semillas hasta que un buen día mi hermana mayor me dijo que me crecería un árbol dentro del estómago y  entonces sentí como la muerte me apoderaba de mis  días. Aquellos mismos árboles donde me colgaba como un mono y desde donde también  caí como un bulto desde las alturas  y sin la menor de las compasiones hasta las profundidades del suelo. Un río era  (es) la  colindancia con  la familia vecina y llegar hasta el era como entrar en otra dimensión; había cosas, rocas, peces, a veces una que otra tortuga o un cangrejo que dependiendo de la temporada salían andando y eran dignos de admirar y por qué no, hasta de presumir de los animales que encallaban en mi isla. Al otro lado,  “el chorrito” marcaba la colindancia con el otro vecino,  era un pequeño riachuelo que no sé por qué lo bauticé con ese nombre pero en donde invertí horas y horas de tiempo jugando a hacer objetos de arcilla, viendo las formas que dejaban las algas al ondularse entre la corriente, sacando piedras de colores curiosos o simplemente metiendo los pies para hacer lo  que no se me permitía.  A pesar de todas mis expediciones, nunca encontré su naciente.  Al frente, un cercado de arbustos de amapola roja dispuestos en tres largas hileras con tres inmensos pinos que hacían de columnas naturales en la entrada. No hacía falta murallas, ni rejas, ni mas cemento que las aceras que rodeaban la casa y servían de salida para el coche. La calle empedrada y polvorienta que tantas veces besé mientras aprendía a montar una bicicleta chopper heredada de primos ancestrales, no tardó mucho en ennegrecer con duro asfalto pero aún así, recuerdo cuanto disfruté de aquella larga temporada llamada niñez.
En  mi América y  en mi infancia no había niños creciendo en cautiverio, gestando sueños in vitro tras murallas protectoras, no había vida vertical ni hacía falta mayor cosa para ser feliz. Todos corríamos libres, sin miedo, la gente era humilde  pero trabajadora, los que tenían más ayudaban a quienes tenían menos y nadie tenía hambre y todos íbamos a la misma escuela, aprendíamos lo mismo y  las sonrisas entonces eran auténticas, la felicidad plena y las ilusiones flotaban en el mismo cielo líquido que atrapaba los sueños y las plegarias de la gente.
Poco a poco el mundo fue cambiando y los viejos autobuses destartalados dejaron de pasar cada media hora despertando una estela de polvareda. Se cambiaron por  microbuses cada diez minutos, coches y motos a altas velocidades, las madres recogieron a sus hijos y les dieron casa por cárcel como medida cautelar para su propia protección. Ningún niño  pudo experimentar jamás la adrenalina que suponía ir solo  a la escuela. Las sonrisas comenzaron a desdibujarse de los rostros como viejos lienzos y muchas cosas buenas se perdieron en  la acelerada mudanza entre el antaño y lo moderno.
Hoy la casa de mis padres parece una embajada de  los Estados Unidos, hay una muralla de concreto rodeando la casa por completo sin derecho a ver ni dejarse ver y ya no tenemos río porque para levantar la muralla, aislaron el río y hoy fluye desapercibido sin que nadie lo note, ni lo vea, ni lo escuche, como si fuera un animal moribundo que languidece en medio de dos propiedades sin que a nadie le importe si vive o muere. El “chorrito”, mi “chorrito”, ahora corre en silencio, subterráneo, a través de unas largas tuberías invisibles sobre las cuales se erige la otra gran muralla lateral. Tampoco nadie lo nota, tampoco nadie lo escucha ni tiene vida, ni habrá algas ni piedras llamativas porque ahora fluye por en medio de una larga bóveda de cemento para no estropear la estética de lo que ahora es una inmensa zona verde con un triste árbol que tiene más ganas de morir de viejo que seguir viviendo entre tanta soledad. Hoy recordé cuando entraba  en mi chopper, impulsado desde lo alto de la empedrada calle,  a velocidades pasmosas sin que me importara por cual de las entradas hacer mis arribos pero el recuerdo me hace corto circuito ahora que recuerdo que los portones son eléctricos, hay alarma, llaves y se requiere de mil artilugios para poder entrar.
Con los años vinieron muchas cosas y se fueron otras tantas, mi América cambió como inevitablemente tenía que hacerlo, mi Costa Rica también, para bien y para mal como también estaba escrito que sucedería en la historia del mundo. Todo  y todos fuimos cambiando: la gente, los sentimientos, el miedo, la felicidad, la compasión, la solidaridad, en fin, todo y creo que con tanta tecnología y tanta cosa hasta perdimos algo de esa curiosa característica de ser  humanos.
No soy una alma quieta y por ello no me imagino un mundo inmóvil, no quiero un mundo detenido en el tiempo porque me parecería egoísta de mi parte gozar de lo que otros ni siquiera se imaginan, aunque bien sabemos que no se puede anhelar lo que no se ha tenido me sigue pareciendo un pensamiento avaro. Hoy vivo en Barcelona y estoy enamorado de esta ciudad y,  aunque no se parezca en nada a mi tierra verde, la  idiosincrasia de su gente me trae recuerdos muy gratos de mi pueblo de antaño, el que llevo en el alma porque ya no existe. Aquí no quedan muchas calles empedradas ni hay tucanes, ni mucha flora que digamos y la gente vive en  nichos verticales que se elevan hasta el cielo pero hay algo, sobrevive una extraña calidez en el corazón de los españoles que no deja de sorprenderme pero luego tendré tiempo para contarles sobre mi pequeño pueblo con características de gran ciudad y el contraste con esta gran ciudad con remanentes de pueblo.

domingo, 3 de abril de 2011

EL GUIÑO DE LA VIDA

Cuanto misterio encierran las horas en que estamos vivos. Y cuánta necesidad de sentirse vivo para resolver el acertijo. Cuantos ojos semiabiertos observándose curiosos, expectantes, casi temerosos, intentando reconciliarse con la vida. Cuantos rostros reclamándose frente a un espejo cada mañana. Cuanta plegaria dicha entre dientes a un dios desconocido. Cuantos consejos autocompasivos. Cuanta comprensión desvanecida por el miedo de lo incierto. Cuanta ilusión mañanera dibujada en una sonrisa. Cuanta pose. Cuantos criminales del alma sentados en un váter estudiando meticulosamente la frase punzocortante con que humillarán en público a su enemigo, repitiéndosela así mismos una y otra vez como quien se aprende un guión hasta que salga con la naturalidad de quien tiene una respuesta inteligente para todo. Cuanta decepción montada en una báscula.  Cuanto punto negro, cuanta mancha, cuanta arruga, cuanta grasa! ¿Cuanto egocentrismo se necesita para ser feliz? Cuanta espiritualidad  ceremoniosa atrapada en un cuarto de baño rindiendo culto al acto de salir cada día, atrapar el mundo o dejarse atrapar por el. Cuanta gente flotando despiertos en el mismo sueño narcótico del inconsciente colectivo.
Luego el mundo, extendido con toda su generosidad caprichosa se abre de par en par como un campo de batalla. El sol calienta el mercadillo de la vida y comienza a surtirse de rostros la sabana mundana. Depredadores y presas de todos los colores, de todos los tiempos, de todas las épocas. Almas y cuerpos danzando desordenados al son de tóxicas caravanas; pitos, gritos, taxis, colas, estornudos, autobuses con forma de gusano que entorpecen la vida, motos temerarias poseídas por el espíritu de alguna mosca todopoderosa, insectos urbanos, metros desbordados de corazones urgentes. Despierta el hambre de poder, la sed de vivir, la necesidad de existir. La vida se nos plantea como una pregunta sin respuesta, la enigmática búsqueda de aquello que no tenemos pero que necesitamos sin saber qué es exactamente, el je ne sais quoi? Los minutos dan vueltas de carrusel sobre las mismas agujas del  reloj que miramos una y otra vez sin enterarnos qué hora es. Un túnel nos deja sin señal, un no vidente se dispone a parar el tránsito y valido de su invalidez se apodera jactancioso de un paso de cebra al tiempo que una mujer aprovecha el retraso para corregir con Estee Lauder toda su tristeza mientras un hombre atrinchera sus pensamientos viriles tras el oscuro cristal de unos D&G que le ofrecen inmunidad y elegancia. Se los compró a un africano en la calle pero es un secreto. Se dilatan las pupilas, brotan las miradas y como espejos del alma los ojos regurgitan la verdad de lo que sentimos;  alegría, ira, envidia, pena, amor, odio, lascivia, esperanza, maldad, pecados, virtudes…
Y en esa peregrinación urgente hacia la nada, nos seguimos haciendo planteamientos mientras barremos el suelo y limpiamos los techos con la mirada perdida en la ingravidez. Vamos haciendo operaciones matemáticas y calculando mentalmente el número perfecto; la cifra en números impares que forma  los mejores momentos de nuestra vida, es decir; de 0 a 3 años. Sacamos la rentabilidad de la belleza calculando la edad más las arrugas al cuadrado dividido entre el monto gastado en cremas, botox, gimnasios y otros misceláneos correspondientes a enderezado y pintura. El número de la lotería que nos hubiera hecho millonarios de haberlo comprado, la hipoteca que terminaremos de pagar para cuando vivamos en una no menos cómoda residencia geriátrica,  la suma de personas que han pasado por nuestra vida menos el número de ellas que nos han aportado algo para obtener con exactitud el número de veces que hemos perdido el tiempo multiplicado por el número de días. Esa es la fórmula de la decepción. El número de veces que nos han sido infieles mas la cifra con dos decimales de las veces que hemos perdonado, igual al número de cupones que tenemos para canjear en el infierno por un pequeño ventilador marca Whitewestingmouse made in china. Las veces que nos hemos enamorado menos el número de veces que verdaderamente ha sido recíproco dividido entre las estupideces que llegamos a cometer producto del enajenamiento emocional. Las paradas que faltan, el número de kilos que nos sobran, la cantidad de dinero que nos hace falta, lo que debemos, lo que nos deben, la edad de la pensión, el número de días acumulados de vacaciones, los cumpleaños, el monto total de lo que cuesta nuestro capricho más deseado, buscamos una ecuación capaz de darle sentido a tanto número sin sentido, la fórmula de la felicidad quizá.
Más allá de los algoritmos y la matemática aplicada a las nimiedades existencias hay quienes simplemente deambulan ociosos por los amplios pasillos de la vida, como si se tratara de un inmenso supermercado; todo lo miran, todo lo tocan, todo lo prueban, todo lo quieren y envejecen con el alma vacía  a falta de razones que nunca encontraron. Otros por el contrario, buscan con desespero entre la muchedumbre, anhelando historias urbanas, soñando con amores tan improbables como lejanos a sus verdaderas necesidades. Afuera como en la selva, hay que estar alerta, atento a descifrar las miradas;  miradas que atrapan, miradas capciosas, lascivas, iracundas… miradas infieles, ojos grandes que desnudan, ojos esquivos que disimulan emociones, miradas lastimeras, miradas lastimosas, ojos lacrimógenos de quienes ni siquiera intentan esconder su momento, ojos que mienten. Miradas que seducen, que minimizan, que sonríen, miradas maliciosas, ojos pequeños que miran con admiración, corazones que cuentan historias conmovedoras a través de un parpadeo.
Sí, cuanta vida hay atrapada en una mirada,  cuanta historia, cuantos dolores inmóviles que ya no nos producen nada, cuantas alegrías olvidadas por la amnesia de deja el tiempo, cuantas soledades mórbidas por no querer aceptar la verdad que se nos escapa en un guiño. Cuantas veces nos hemos escondido en unas gafas. Cuan insignificantes, cuan pequeños somos. Inútiles renacuajos susceptibles a que una sola palabra nos cambie por completo la vida: soledad, felicidad, dolor, muerte.
  

lunes, 21 de marzo de 2011

De Soledad, Amores y otras políticas del alma

De soledad, amores y otras políticas del alma
Decía la abuela Herminia, un exitoso personaje de uno de los tantos cuentos que nunca publiqué, que amar y dejar de hacerlo es un derecho inalienable. Y cuánta razón tenía la desquiciada vieja a pesar de nunca haber dicho nada sensato ni público.
Supe de la soledad mucho después de lo que yo llamaría la revolución sexual moderna. Fue en los noventas cuando todo aquello me estalló en las narices y ni me enteré. Es que ni siquiera sabía que existían las fuerzas cohesivas del hombre y el sentimiento humano; amor, odio, desamor, pasión, deseo, olvido, el alma! Qué era el alma? No, eso no era mío ni conmigo, era de  muertos, funerales, espíritus, no sé, de la Biblia quizás pero  tan lejano y ajeno que ni siquiera me podía plantear el tema. Mientras yo, inocente criatura, maleta y pasaporte en mano hacía cola esperando el barco de las 8:30 del capitán Garfio  para salir del país de nunca jamás, afuera, el mundo cambiaba vertiginosamente con pasos de bestia apocalíptica. La política contra la religión, la prensa contra la política, la religión contra la prensa y todos contra todos en una orgía de dimes y diretes, posturas y eufemismos y al final un largo silencio; la sociedad aturdida entre pecados e indulgencias, entre morales inventadas y leyes sacudidas terminó sorda, entumecida en un complejo oscurantismo moderno con lejanas características de libertad. Nadie entendió nada. Follar se estableció como un derecho humano por encima del bien y del mal, el Papa clausuró el infierno por mala administración y fraude, Cupido creció rápidamente, se metió en el gym y poco después apareció en revistas para caballeros de la prestigiosa marca Bell Ami y el diablo? El diablo no tuvo más opción que cambiar su rojo carmesí y vestir a la moda. Como imaginar que aquello no era más que apenas el comienzo.  El boom del feminismo, el homosexualismo con toda esa maraña de tecnicismos que gay,  que lesbiana, que bisexual, que si activo, que si pasivo, que los metrosexuales, que swinger, que versátil, el internet, las ciber relaciones, los folla amigos, los novios con derecho, las uniones libres, las parejas abiertas, los tríos, los cuartetos… qué locura fue aprenderme tanta palabreja moderna que para entonces olía a libertad y libertinaje socialmente lícito y no era más que la soledad convirtiéndose en la pandemia del siglo, el novedoso virus de la indiferencia emocional o AEIS por sus siglas en inglés: Acquired emotional indifference syndrome. Es que nadie habló de amor! Todo lo contrario; aquella lejana y gastada palabra cursi, pueblerina, casi lengua muerta rápidamente fue modificada y sustituida para dar paso a las nuevas tendencias internacionales y primer mundistas de afecto y fue entonces cuando llegó el “marketing afectivo” porque claro, teníamos que globalizarnos o estaríamos perdidos en el tiempo y el espacio. Fue entonces cuando por fin llegó el amor esterilizado, en finas presentaciones de látex, vidrio, plástico y gel, se le puso fecha de caducidad, código de barras, precio y se abrieron grandes supermercados de amor por todo el mundo! Aquello fue una verdadera maravilla! Las agrupaciones defensoras de los derechos individuales y colectivos cambiaron las políticas del amor convencional y establecieron por decreto nuevas leyes que fortalecieron el concepto de pareja, figura legal quienes de ahora en adelante se llamarían “adultos solteros sexual y socialmente activos” sin importar el rol, claro está. La prostitución no menos pujante hasta aquellos años también sufrió los embates de los nuevos tiempos y tuvo que ponerse al tanto de las nuevas tendencias; ahora no era vicio, sino necesidad y gracias a ello, se convirtió en un poderoso músculo de desarrollo gracias a la demanda de servicios también innovadores. Las putas, bueno, las putas siguieron siendo putas pero se identificaron como trabajadoras del sexo o damas de compañía y bajo la premisa de igualdad de género, se incorporaron los varones como incipientes profesionales bajo el nombre de “escorts” porque claro, no podían llamarse putos porque la palabra resultaba… digamos poco elegante para un macho públicamente  viril. Se inventó el amor desechable, término que también hasta el momento resultaba desconocido; una manera de amar una vez y tirar a la basura, como el atún o como cualquier otro producto comestible que se venda empacado. También se puso de moda el sexo sin compromiso, el llamado sexo de una noche que consistía en salir, beber hasta el olvido, conocer al primer gilipollas que se pusiera por delante y salir disparados al primer motel, piso o coche disponible para follar ya sea hasta el amanecer o simplemente follar y regresar a beber la última copa más tranquilamente y hablar detalladamente de la experiencia, con pelos y señales como si se tratara de un focus group solo que de la intimidad del ausente. El nombre no era importante preguntarlo, eso sí que era algo personal. Luego el internet contribuyó notablemente, los chats de sexo colaboraron en bajarle el tonito repugnante que representaba la palabra sexo… en el chat se llamaba echar un polvo y bueno, era cuestión de logearse y abrirse camino exponiendo con toda libertad lo que se busca: doy polla yaaaa, tengo sitio y me desplazo, soy pollón bisexual. Entiéndase que decir que se es bisexual es una manera de entenderse doblemente macho aunque yo pensaría que es no es más que alguien tan maricón que es incapaz de asumirse gay pero bueno… Wow!!! Cuanto tacto para conseguir un coito, con semejante masturbación mental expresada en pocas palabras, habría más de tres que responderían encantados por lo morboso y excitante de la propuesta.
Pero no es perder el rumbo o la cabeza en estos ires  y venires, ni tampoco desvirtuar el sexo como tal, exponiéndolo y desnudándolo hasta minimizarlo como la cosa más ínfima e inútil del ser humano, ni explotarlo en todas sus formas y maneras hasta comercializarlo, venderlo, regalarlo o cambiarlo como artículo de consumo popular lo que resulta triste. El problema es que dejamos de creer, dejamos de creer que era algo útil, dejamos de creer que servía para algo más que 20 minutos de placer y un orgasmo, perdimos el habla y el oído tecleando fantasías que no llegaron a ser más que eso, letras vacías, situaciones efímeras y recuerdos tan volátiles como el alcohol puro. La soledad llegó disfrazada de mejores opciones, libertades auténticas y tanta libertad desató el miedo y la desconfianza del no saber cuándo se puede y cuando se debe ser sincero y la sinceridad se convirtió en un lujo al alcance de pocos. El ser humano como buen animal de costumbres y conocido por su capacidad de adaptación, se acostumbró o quizá se abandonó a la idea de estar solo, de vivir de una forma pseudo ermitaña y salir a follar de la misma manera instintiva y básica en que en su etapa más primitiva buscaba el apareamiento. Hay que volver a creer comenzando por creernos a nosotros mismos que la soledad no es, ni será, una especie de “estado benefactor” en el que gozamos de todos los derechos sin necesidad de compromiso. También sé que no es fácil dividir la soledad en dos mitades perfectas y entregarle a alguien ese 50 por ciento que tanto pesa en el alma de quienes deambulan solos por la vida y quizá hoy por hoy no sea fácil porque ni siquiera nosotros mismos estamos convencidos que repartirnos y ceder espacios sea una buena idea.
Amar y dejar y de hacerlo es un derecho inalienable, es cierto, sin embargo creo que para ejercer el derecho de amar primero deberíamos entender que estamos vivos y que la magia de vivir incide en saber convivir con todo lo que encierra la mística de “ser humanos”; miedos, virtudes, defectos, manías….porque nunca nadie fue más feliz que cuando  tuvo con quien compartir su felicidad.