martes, 4 de diciembre de 2012



Talento para creer, memoria para recordar, ingenuidad para seguir viviendo
Mi amigo Josep es un buen chaval; tiene ojos de ratón, oscuros y pequeños como dos arándanos maduros pero tan astutos como intuitivos. Dos pequeños ojos que atrapan la malicia con la misma facilidad con que advierten la nobleza. Ojos que dan risa porque no esconden el sarcasmo con el que miran y se ríen de la vida, así tal cual, con serenidad y natural indiferencia. Terco como una mula,  Josep y sus pensamientos  se apelmazan en un gruñido cuando de llevarle la contraria se trata. Resulta muy gracioso verlo buscar argumentos que terminan siendo elucubraciones monologuistas y testarudas  que no ofrecen derecho a réplica. Cuando le pregunté por la navidad, Josep arrugó la cara y se adelantó a refunfuñar justificaciones para explicar la razón por la cual no creía que estas fechas tuvieran nada de especial como para tener que hacer algo en especial. Me dijo las mismas ideas rumeadas que más de uno piensa al respecto; que por qué hay que enviar mensajes si tenemos todo el año para hacerlo, que para qué regalos si el año entero es un regalo, que para qué tanto abrazo, que para qué tanto beso, que la navidad es un invento del consumismo y que al final, hará lo mínimo porque para él, estas fechas no tienen nada de especial.
Puede que en parte tenga razón Josep, puede que estas fechas no sean otra cosa que un invento como lo pueden ser casi todos los números rojos del calendario; días para ritualizar, ceremonias creadas para hacerlas festivas, días con nombre de santos que ni conocimos ni nos importan, fechas inmóviles que alguien intentó ponerle nombre propio para que tuvieran vida y parecieran solemnes. Sin embargo y más allá de las razones, los personajes e incluso la historia que pueda haber detrás de cada fecha especial sigo pensando que necesitamos creer para vivir, creer para seguir creyendo que se puede crecer sin envejecer, creer en aquello que no vemos, en la magia de lo intangible, en la ingenuidad de los niños, en la plenitud de los locos, creer en la fantasía de los cuentos en los que ya no creemos.
Por eso había tanta magia en el lienzo de la niñez; allí nada cuenta y poco importa, fuimos un Dalí sin firma, había color, música, olisqueábamos el mundo y todo parecía real mientras flotábamos despiertos en ese largo sueño de ilusiones surrealistas en el que contemplamos los días con ojos de ratón. Con inocencia y naturalidad iluminamos el tiempo con un halo de credulidad ciega que salía del alma y no hacía falta percatarse de estar creyendo ni entendíamos cuan inútil podía ser la razón. No había abandono porque vivir y ser feliz era un reflejo tan involuntario como respirar para reír a carcajada partida, saltar, correr uno detrás de otro hasta que se nos acabara el aire, luego rendirse y alguna que otra vez llorar a moco tendido, lágrimas públicas, lágrimas fáciles, baños de lágrimas sin vergüenzas ni pudores ninguno. ¡Bendito tiempo en el que simplemente se es niño! Tiempos para creer en brujas que volaban diestras en escobas viejas, sombras convertidas en fantasmas,  héroes que nunca nos cansamos de esperar. Más de uno habló solo y con cosas, imaginamos amigos, hablamos con árboles, esperamos reyes magos con el mismo convencimiento con que creímos en  “santas”, en el ratón Pérez , en “niños dioses”...aquellos fueron tiempos para creer y seguir creyendo, tiempos en que hicimos felicidad con trocitos de nada.
Los años pasaron, con ellos se fueron muchas cosas y vinieron otras tantas. El hechizo se rompió de golpe y quedamos expuestos a la realidad de otro tiempo. La razón destiñó los sentimientos, se fueron las ilusiones, llegaron las pasiones y la memoria comenzó a mudar con ideas distintas para empezar la vida.   La luz fue otra y el olor a mundo cambió para siempre.
No soy religioso (a pesar de haber sido educado en un colegio de religiosas) y podría decir que a estas alturas de la vida, soy “laico- teo-negociable”, que viene siendo como un crédulo de un Dios mío pero no tengo ni creo en una religión o una iglesia que me dicte una moral preestablecida por ninguna institución dedicada a la administración de la fe ajena. Simplemente creo, creo en algo que no puedo explicar, un Dios que no es tangible ni os lo puedo describir físicamente y hasta tengo unos cuantos ángeles y alguno que otro santo revoloteando en el cielo de mi alma. Con frecuencia se me olvidan pero algunas veces me inspiran cuando necesito conversar conmigo y con ellos y creo que me escuchan con asidua entereza. No se esconden, siempre están y nada de lo que les cuente les asusta. El dios de mi madre castiga y el de mi abuela era iracundo perdido pero el mío no, el mío es más moderno, me acompaña a todos los sitios y supongo que más de una vez se habrá quedado boquiabierto de las cosas que digo o hago pero no dice nada, Él me espera para llevarme de vuelta a casa sin preguntas ni reclamos, y ya luego en casa conversamos al respecto. Lo importante de todo este discurso de fe –creo-, no es pertenecer a una secta, a una religión más caprichosa o menos conservadora, tampoco importa el nombre del dios en que se crea, ni los santos asistentes que este tenga, lo importante es creer, creer que hay alguien o algo que está por encima del bien y del mal, tener una albacea de la esperanza, volver a creer que no estamos solos, pensar que existe una fuerza que si creemos y confiamos, nos pueda susurrar al oído aquella partitura olvidada con la que alguna vez hicimos  felicidad.

martes, 30 de octubre de 2012



EL ARTE DE CAER
Caer es síntoma de estar vivo. Caer y saberse levantar con dignidad, es el arte de dominar el suelo. Caer, levantarse e intentar reconstruirse para volver a subir, es el arte de dominar la vida. Cuanto más duro el golpe, más firme estará el suelo para volver a construir. Caer no marca el final de nada ni de nadie; solo es el principio de una nueva etapa, un suelo nuevo desde dónde comenzar y como casi todo, las caídas con  los años se convertirán en memorias y se las recordará con la resaca del dolor o con la pasión que el corazón aguante y hasta  habrá más de una que ya ni recordaremos pero lo cierto es que, en medida que pasa el tiempo, pasarán a ser la ilustración del cuento que contamos. En lo personal, puedo decir que se me ha visto caer de pie, con la precisión y elegancia de un acróbata, también de culo,  torpe y pesado como una vaca, despatarrado, pata arriba, pata abajo, con las dos patas metidas hasta el fondo y lo peor es que, a mis treinta, aún me faltan menudas piruetas por hacer en el aire y en el suelo. Hablo del circo de la vida (un espectáculo cruel), hablo de ese billete “one way” hacia el amor (sale carísima la vuelta cuando no funciona), hablo de saber ser lo humanamente susceptible para dictar sentencias razonablemente justas y tener la humildad necesaria para entender y aceptar  la culpa en la eterna querella de la vida; perdonar y pedir perdón. Perdonar nos prepara para un nivel emocional superior y la culpa aceptada, asumida, reflexionada y entendida, también. Algunos le  llaman derrota y contrario a lo que definen los diccionarios, no me parece que sea “un fracaso”, ni un “sometimiento”, ni un “vencimiento”, mucho menos una “pérdida”. En el ser humano, la derrota solo es una lesión al anhelo por algo, una dosis amarga de humildad para el ego,  un memorandum interno en el que la vida nos recuerda que “humano” y “efímero” son la misma cosa.

lunes, 24 de octubre de 2011

"Eres una vez"

Eres una vez
Eres una vez; decía la frase transformada en escultura modernista, casi ilegible, entre recovecos de hierro forjado al entrar al despacho de Héctor, un amigo arquitecto. Me la puedo quedar? – le dije-. La escultura?  -No, la frase. Ah, sí, quédatela, igual no es mía – me dijo generoso…, y me la guardé en la memoria dándole más vueltas de las que ya tenía, retorciendo aquella idea que en tres palabras y sin mucha ciencia, cambiaba la forma en que comenzaron los cuentos de niños y debían comenzar las historias de grandes.
Atrás quedó descolorido y con letras grandes el “erase una vez” de los cuentos, con todas sus brujas que, una a una y escoba en mano salieron volando a no sé qué recóndito lugar. No hubo momento para despedirnos de los enanos, ni de las hadas, ni para averiguar a dónde se exiliaron los dragones con todo su fuego. La  niñez se escurrió entre los días, desapercibida, como una brisa cualquiera y los años, mezquinos y engañosos nos aplastaron la memoria y el tiempo. La vida cambió  rápidamente en medida que creímos habernos hecho grandes; llegaron los ardores del cuerpo, las pasiones del alma y el ajetreo de los días nos devoró como una hoguera las horas y el sueño…. Inmortalizamos los anhelos apilados en papel, vuelta pa arriba, vuelta pa abajo, creímos que la vida era “estirable” para que las acciones que antes eran verbos, se convirtieran en el  futuro prometido que nadie nunca nos prometió. Lo dejamos todo porque vendría mañana y ya mañana habría tiempo, mañana, mañana…. Y entonces un día, al anochecer finalmente pusimos el punto y aparte porque creímos que mañana era el día correcto y justamente ese día, era el último de los días. Entonces volví a pensar, “eres una vez”..porque solo eso eres, por más que quieras… una vida, un momento, una vez.

martes, 13 de septiembre de 2011

El amor….. es la clave
En la calle, allí donde caminan de la mano lo profano y lo sagrado, allí donde  pasean  corazones  entre recovecos y callejuelas, en medio de circunvoluciones grises tan urbanas como humanas, allí al igual que en la vida, hay sorpresas,  hay preguntas, ideas, amores enfrascados en pensamientos, suspiros que se evaporan con el sol de la tarde, música que corta el extraño silencio del ruido, allí también  hay poesía escrita por eruditos casuales que engalanan paredes de nada con versos hermosos, allí, si lees con atención, también hay respuestas.
Ayer, mientras casi reptaba por debajo de uno de esos a mi parecer agobiantes y eternos pasillos subterráneos más parecidos a vísceras huecas que a túneles de tren, fui leyendo. Me entró la curiosidad de saber qué escribía la gente cuando le daba rienda suelta a la necesidad de compartir públicamente los sentimientos. Leí mensajes de despecho, encontré el usual erotismo adolescente, leí de amores no correspondidos, habían nombres de amantes, nombres de olvidados, recuerdos, tal vez y entre otras, también había frases inteligentes de libertad y democracia pero por encima de todas ellas, una escrita en letras color rojo escarlata me llamó poderosamente la atención; tenía buena caligrafía y estaba escrita en dos tractos,  por el(la) mismo(a) autor(a). En el primero rezaba: “El amor” y tres o cuatro  metros más adelante, la misma mano, la misma letra del mismo rojo escarlata escribió: “es la clave”. Entonces todo cobró sentido, o entonces fui yo quien le  encontró sentido a todo aquel collage de ilusiones mal logradas; de fondo, una inútil pared color blanco moribundo e inmortalizadas sobre ella, como frases grabadas en un mausoleo, mil maneras de amor escrito en toda la pluralidad de sus formas y sobre todo aquello, una única y simple respuesta resaltando en ese rojo vivo, como el lapicero de la profe que escribe la respuesta correcta encima del error: El amor es la clave.

viernes, 5 de agosto de 2011

El capricho de vivir
Tengo un “paciente” a quien, según la nomenclatura moderna debería llamarle “cliente” pero prefiero llamarle amigo, sin comas ni formalismos porque Manuel, a sus  ochenta y largos años, débiles y gastados, ya no entiende de cosas modernas, ni sabe que está enfermo, ni revisa cuentas de bancos. Manuel solo sabe que está viejo y me atrevo a pensar que está cansado, cansado de estar viejo. Me lo han dicho sus ojos, unos ojos pequeños que hablan bajo y cuentan despacio. Los mismos que han visto al sol ir y venir tantas veces que ya les da lo mismo que un día no regrese. Manuel no sufre de nada y padece de todo pero está enfermo de vida, que es mas caprichosa y letal que la misma muerte, y  lo está matando a sus antojos, lenta e inútilmente porque en eso consiste morir para un adicto a la vida. Cuando lo miro entiendo y me asusta pensar que la vida un día se encapriche conmigo o yo con ella y entonces no me pueda ir a tiempo, a mi tiempo, y me engorde de años y me emborrache de vida y luego no quiera llevarme la muerte  donde emigran las almas.

miércoles, 3 de agosto de 2011

FILAMENTOS DEL TIEMPO
Hoy desperté con  el email de una mujer que en pocas líneas comentó maravillosamente el segundo de mis artículos.  Se llama Ana Dávila y en lo que me escribe, me habló de su América y también me recordó la mía.  Me habló de una América sin trenes, donde “la felicidad se pasea alto” entre “peatones del tercer mundo”, un lugar donde las sonrisas aún son ingenuas y las miradas no se esquivan. Ella mira volar esa felicidad “dibujada en el pico del tucán”.
Hoy me fui con Ana treinta años atrás, me zambullí entre sus líneas y me pasee entre aquellos recuerdos en sepia que por valiosos, no se guardan en la memoria sino que se inmortalizan en el alma.   Recordé con nostalgia, con la misma nostalgia con que se recuerda  a quienes partieron,   a  los grandes amores, los filamentos del tiempo con los que comenzamos a hilvanar la vida… momentos que se clavaron en la piel y cicatrizaron en los huesos. Recordé con anhelo, por lo poco que duró todo aquello;  grande pero  efímero como la vida misma.
No sé de qué parte de América me escribe Ana pero no ha de ser muy distinta ni estar muy lejos de la mía; un trocito de tierra  bañado por agua cristalina donde todo lo que  en ella crece tiene magia, colores vivos y aromas fuertes y se llama Costa Rica.
Entonces recordé mi niñez, la casa de mis padres; una propiedad grande colmada de árboles frutales de todo tipo desde donde tantas veces quedé atorado en lo alto de sus ramas, o desde donde lloré a lágrima viva porque contra las advertencias y  por el mero placer de hacer lo prohibido, me comía las guayabas sin lavarlas, con todo y semillas hasta que un buen día mi hermana mayor me dijo que me crecería un árbol dentro del estómago y  entonces sentí como la muerte me apoderaba de mis  días. Aquellos mismos árboles donde me colgaba como un mono y desde donde también  caí como un bulto desde las alturas  y sin la menor de las compasiones hasta las profundidades del suelo. Un río era  (es) la  colindancia con  la familia vecina y llegar hasta el era como entrar en otra dimensión; había cosas, rocas, peces, a veces una que otra tortuga o un cangrejo que dependiendo de la temporada salían andando y eran dignos de admirar y por qué no, hasta de presumir de los animales que encallaban en mi isla. Al otro lado,  “el chorrito” marcaba la colindancia con el otro vecino,  era un pequeño riachuelo que no sé por qué lo bauticé con ese nombre pero en donde invertí horas y horas de tiempo jugando a hacer objetos de arcilla, viendo las formas que dejaban las algas al ondularse entre la corriente, sacando piedras de colores curiosos o simplemente metiendo los pies para hacer lo  que no se me permitía.  A pesar de todas mis expediciones, nunca encontré su naciente.  Al frente, un cercado de arbustos de amapola roja dispuestos en tres largas hileras con tres inmensos pinos que hacían de columnas naturales en la entrada. No hacía falta murallas, ni rejas, ni mas cemento que las aceras que rodeaban la casa y servían de salida para el coche. La calle empedrada y polvorienta que tantas veces besé mientras aprendía a montar una bicicleta chopper heredada de primos ancestrales, no tardó mucho en ennegrecer con duro asfalto pero aún así, recuerdo cuanto disfruté de aquella larga temporada llamada niñez.
En  mi América y  en mi infancia no había niños creciendo en cautiverio, gestando sueños in vitro tras murallas protectoras, no había vida vertical ni hacía falta mayor cosa para ser feliz. Todos corríamos libres, sin miedo, la gente era humilde  pero trabajadora, los que tenían más ayudaban a quienes tenían menos y nadie tenía hambre y todos íbamos a la misma escuela, aprendíamos lo mismo y  las sonrisas entonces eran auténticas, la felicidad plena y las ilusiones flotaban en el mismo cielo líquido que atrapaba los sueños y las plegarias de la gente.
Poco a poco el mundo fue cambiando y los viejos autobuses destartalados dejaron de pasar cada media hora despertando una estela de polvareda. Se cambiaron por  microbuses cada diez minutos, coches y motos a altas velocidades, las madres recogieron a sus hijos y les dieron casa por cárcel como medida cautelar para su propia protección. Ningún niño  pudo experimentar jamás la adrenalina que suponía ir solo  a la escuela. Las sonrisas comenzaron a desdibujarse de los rostros como viejos lienzos y muchas cosas buenas se perdieron en  la acelerada mudanza entre el antaño y lo moderno.
Hoy la casa de mis padres parece una embajada de  los Estados Unidos, hay una muralla de concreto rodeando la casa por completo sin derecho a ver ni dejarse ver y ya no tenemos río porque para levantar la muralla, aislaron el río y hoy fluye desapercibido sin que nadie lo note, ni lo vea, ni lo escuche, como si fuera un animal moribundo que languidece en medio de dos propiedades sin que a nadie le importe si vive o muere. El “chorrito”, mi “chorrito”, ahora corre en silencio, subterráneo, a través de unas largas tuberías invisibles sobre las cuales se erige la otra gran muralla lateral. Tampoco nadie lo nota, tampoco nadie lo escucha ni tiene vida, ni habrá algas ni piedras llamativas porque ahora fluye por en medio de una larga bóveda de cemento para no estropear la estética de lo que ahora es una inmensa zona verde con un triste árbol que tiene más ganas de morir de viejo que seguir viviendo entre tanta soledad. Hoy recordé cuando entraba  en mi chopper, impulsado desde lo alto de la empedrada calle,  a velocidades pasmosas sin que me importara por cual de las entradas hacer mis arribos pero el recuerdo me hace corto circuito ahora que recuerdo que los portones son eléctricos, hay alarma, llaves y se requiere de mil artilugios para poder entrar.
Con los años vinieron muchas cosas y se fueron otras tantas, mi América cambió como inevitablemente tenía que hacerlo, mi Costa Rica también, para bien y para mal como también estaba escrito que sucedería en la historia del mundo. Todo  y todos fuimos cambiando: la gente, los sentimientos, el miedo, la felicidad, la compasión, la solidaridad, en fin, todo y creo que con tanta tecnología y tanta cosa hasta perdimos algo de esa curiosa característica de ser  humanos.
No soy una alma quieta y por ello no me imagino un mundo inmóvil, no quiero un mundo detenido en el tiempo porque me parecería egoísta de mi parte gozar de lo que otros ni siquiera se imaginan, aunque bien sabemos que no se puede anhelar lo que no se ha tenido me sigue pareciendo un pensamiento avaro. Hoy vivo en Barcelona y estoy enamorado de esta ciudad y,  aunque no se parezca en nada a mi tierra verde, la  idiosincrasia de su gente me trae recuerdos muy gratos de mi pueblo de antaño, el que llevo en el alma porque ya no existe. Aquí no quedan muchas calles empedradas ni hay tucanes, ni mucha flora que digamos y la gente vive en  nichos verticales que se elevan hasta el cielo pero hay algo, sobrevive una extraña calidez en el corazón de los españoles que no deja de sorprenderme pero luego tendré tiempo para contarles sobre mi pequeño pueblo con características de gran ciudad y el contraste con esta gran ciudad con remanentes de pueblo.

domingo, 3 de abril de 2011

EL GUIÑO DE LA VIDA

Cuanto misterio encierran las horas en que estamos vivos. Y cuánta necesidad de sentirse vivo para resolver el acertijo. Cuantos ojos semiabiertos observándose curiosos, expectantes, casi temerosos, intentando reconciliarse con la vida. Cuantos rostros reclamándose frente a un espejo cada mañana. Cuanta plegaria dicha entre dientes a un dios desconocido. Cuantos consejos autocompasivos. Cuanta comprensión desvanecida por el miedo de lo incierto. Cuanta ilusión mañanera dibujada en una sonrisa. Cuanta pose. Cuantos criminales del alma sentados en un váter estudiando meticulosamente la frase punzocortante con que humillarán en público a su enemigo, repitiéndosela así mismos una y otra vez como quien se aprende un guión hasta que salga con la naturalidad de quien tiene una respuesta inteligente para todo. Cuanta decepción montada en una báscula.  Cuanto punto negro, cuanta mancha, cuanta arruga, cuanta grasa! ¿Cuanto egocentrismo se necesita para ser feliz? Cuanta espiritualidad  ceremoniosa atrapada en un cuarto de baño rindiendo culto al acto de salir cada día, atrapar el mundo o dejarse atrapar por el. Cuanta gente flotando despiertos en el mismo sueño narcótico del inconsciente colectivo.
Luego el mundo, extendido con toda su generosidad caprichosa se abre de par en par como un campo de batalla. El sol calienta el mercadillo de la vida y comienza a surtirse de rostros la sabana mundana. Depredadores y presas de todos los colores, de todos los tiempos, de todas las épocas. Almas y cuerpos danzando desordenados al son de tóxicas caravanas; pitos, gritos, taxis, colas, estornudos, autobuses con forma de gusano que entorpecen la vida, motos temerarias poseídas por el espíritu de alguna mosca todopoderosa, insectos urbanos, metros desbordados de corazones urgentes. Despierta el hambre de poder, la sed de vivir, la necesidad de existir. La vida se nos plantea como una pregunta sin respuesta, la enigmática búsqueda de aquello que no tenemos pero que necesitamos sin saber qué es exactamente, el je ne sais quoi? Los minutos dan vueltas de carrusel sobre las mismas agujas del  reloj que miramos una y otra vez sin enterarnos qué hora es. Un túnel nos deja sin señal, un no vidente se dispone a parar el tránsito y valido de su invalidez se apodera jactancioso de un paso de cebra al tiempo que una mujer aprovecha el retraso para corregir con Estee Lauder toda su tristeza mientras un hombre atrinchera sus pensamientos viriles tras el oscuro cristal de unos D&G que le ofrecen inmunidad y elegancia. Se los compró a un africano en la calle pero es un secreto. Se dilatan las pupilas, brotan las miradas y como espejos del alma los ojos regurgitan la verdad de lo que sentimos;  alegría, ira, envidia, pena, amor, odio, lascivia, esperanza, maldad, pecados, virtudes…
Y en esa peregrinación urgente hacia la nada, nos seguimos haciendo planteamientos mientras barremos el suelo y limpiamos los techos con la mirada perdida en la ingravidez. Vamos haciendo operaciones matemáticas y calculando mentalmente el número perfecto; la cifra en números impares que forma  los mejores momentos de nuestra vida, es decir; de 0 a 3 años. Sacamos la rentabilidad de la belleza calculando la edad más las arrugas al cuadrado dividido entre el monto gastado en cremas, botox, gimnasios y otros misceláneos correspondientes a enderezado y pintura. El número de la lotería que nos hubiera hecho millonarios de haberlo comprado, la hipoteca que terminaremos de pagar para cuando vivamos en una no menos cómoda residencia geriátrica,  la suma de personas que han pasado por nuestra vida menos el número de ellas que nos han aportado algo para obtener con exactitud el número de veces que hemos perdido el tiempo multiplicado por el número de días. Esa es la fórmula de la decepción. El número de veces que nos han sido infieles mas la cifra con dos decimales de las veces que hemos perdonado, igual al número de cupones que tenemos para canjear en el infierno por un pequeño ventilador marca Whitewestingmouse made in china. Las veces que nos hemos enamorado menos el número de veces que verdaderamente ha sido recíproco dividido entre las estupideces que llegamos a cometer producto del enajenamiento emocional. Las paradas que faltan, el número de kilos que nos sobran, la cantidad de dinero que nos hace falta, lo que debemos, lo que nos deben, la edad de la pensión, el número de días acumulados de vacaciones, los cumpleaños, el monto total de lo que cuesta nuestro capricho más deseado, buscamos una ecuación capaz de darle sentido a tanto número sin sentido, la fórmula de la felicidad quizá.
Más allá de los algoritmos y la matemática aplicada a las nimiedades existencias hay quienes simplemente deambulan ociosos por los amplios pasillos de la vida, como si se tratara de un inmenso supermercado; todo lo miran, todo lo tocan, todo lo prueban, todo lo quieren y envejecen con el alma vacía  a falta de razones que nunca encontraron. Otros por el contrario, buscan con desespero entre la muchedumbre, anhelando historias urbanas, soñando con amores tan improbables como lejanos a sus verdaderas necesidades. Afuera como en la selva, hay que estar alerta, atento a descifrar las miradas;  miradas que atrapan, miradas capciosas, lascivas, iracundas… miradas infieles, ojos grandes que desnudan, ojos esquivos que disimulan emociones, miradas lastimeras, miradas lastimosas, ojos lacrimógenos de quienes ni siquiera intentan esconder su momento, ojos que mienten. Miradas que seducen, que minimizan, que sonríen, miradas maliciosas, ojos pequeños que miran con admiración, corazones que cuentan historias conmovedoras a través de un parpadeo.
Sí, cuanta vida hay atrapada en una mirada,  cuanta historia, cuantos dolores inmóviles que ya no nos producen nada, cuantas alegrías olvidadas por la amnesia de deja el tiempo, cuantas soledades mórbidas por no querer aceptar la verdad que se nos escapa en un guiño. Cuantas veces nos hemos escondido en unas gafas. Cuan insignificantes, cuan pequeños somos. Inútiles renacuajos susceptibles a que una sola palabra nos cambie por completo la vida: soledad, felicidad, dolor, muerte.